Primera Mención
22º Concurso de Cuentos
Radio Santa María
No sabes qué
hacer. Has estado hincada ante la imagen
de la virgen por más de diez minutos, sin atreverte a pronunciar una
palabra. En el fondo te avergüenza
solicitarle ayuda, pedirle consejo. Te
pones de pie, apagas la vela y te acuestas.
La habitación se siente ligeramente iluminada. La luz artificial de la calle se filtra por
los orificios en el techo, que brillan como luciérnagas volando hacia el
infinito. No logras mantenerte sobre la
cama, de nuevo te levantas, tomas el
ticket que habías dejado encima de la cómoda.
Comparas una y otra vez los números que habías anotado en una hoja del
cuaderno de Carlitos. Tus manos
tiemblan. Sientes una punzada en el
estómago, una opresión en el pecho, un nudo en la garganta.
Hace algunas horas, llegaste a la casa de tu
vecina, quien se había ofrecido para
cuidar a tu nieto, todavía tenía
fiebre. Lo llevaste a tu casa, le preparaste una sopa boba que el niño rechazó. De
verdad estaba muy enfermo. Hacía rato
que había caído la noche, le estabas poniendo compresas de agua fría sobre el
vientre y la cabeza, la fiebre parecía ceder un poco. Encendiste el televisor, más por costumbre
que por entretenimiento. Buscando algo
que ver, te topaste con el sorteo del Loto. Mirabas con desinterés, hasta que salió el
primer número. Te impresionaste. Buscaste el ticket en tu cartera, cuando lo encontraste ya habían salido cinco
números. De un globo más pequeño emergió
el sexto. De algún modo se escabulló
entre sus compañeros, se filtró por el tubo transparente y miró hacia la
cámara, hacía ti, que lo observabas: excitada e inmutable.
Sonreíste.
Emocionada anotaste los números, estabas invadida por una extraña
felicidad, no obstante, este sentimiento
duró apenas unos segundos, fue remplazado por otro más pesado, más
duradero. El boleto que sostenías en tus
manos, no te pertenecía. Quedaste a
oscuras. No era una sensación
metafísica, ni un sentimiento provocado
por tu alma que se aprestaba a una enigmática prueba. Simplemente, falló la energía eléctrica. De inmediato,
se escucharon las imprecaciones de tus vecinos; maldiciendo al gobierno, maldiciendo a
Dios, pero sobre todo maldiciendo la
vida que les tocó vivir, porque saben
que no hay escapatoria. Nacieron en este
cerro, al igual que sus padres, y los
padres de sus padres y lo único que heredaran sus descendientes será esta
miseria. Miraste a Carlitos, quien se
quejaba entre sueños, pensaste en sus hijos,
y en los hijos de hijos.
Nunca has vivido una noche más angustiosa que
esta. Dices para ti: “el diablo no
duerme”. Si el señor González tiene la
costumbre de jugar el Loto todas las semanas, ¿por qué no lo hizo antes de irse para Santo Domingo? ¿Por qué decidió no regresar en automóvil,
cuando se enteró, que el piloto de su helicóptero estaba indispuesto? ¿Por
qué tenía que llamarte ti para que jugaras su boleto, tú que apenas andas con
lo del pasaje? Sólo hay una explicación
válida. La suerte es algo caprichoso e impredecible.
Las luciérnagas
se han esfumado. El viento
empieza golpear con furia las ventanas,
se escucha el rugir de los clavos,
defendiendo tu techo, una lucha
tenaz que tal vez han librado por décadas y sólo hoy te percatas de ello. El niño se ha quedado dormido. Buscas una ponchera en la cocina, metes una toalla dentro de esta y la colocas
sobre la cama, para que las gotas, al caer, no salpiquen tus pies. Te acuestas,
aunque sabes que no dormirás.
¿Qué significa esto? Tal vez Dios escuchó tus plegarias.
¿Y no fue Él?
Crees en la suerte, sin embargo nunca apuestas, por lo tanto, la única forma en tú y ese súper
premio se encontraran, en un abrazo utópico, era esta. El señor González fue sólo un medio. Él no eligió los números, lo hizo el azar. La suerte no era de él, ni del guardián que te prestó el dinero, ni
del señor que te cedió el turno en la fila.
La suerte era tuya. Es tuya. Tus manos tiemblan, tienes en tu poder un boleto válido por más
de cien millones de pesos. Sólo tú lo sabes. Carlitos sigue envuelto en los delirios
provocados por la fiebre.
Hace siete días de aquella noche tormentosa. Le das un beso en la frente a tu nieto y lo
bendices para que duerma tranquilo.
Dejas descansar tu cabeza sobre la almohada, quedas profundamente dormida. No notas que las luciérnagas han emigrado
de nuevo, dando paso a lluvia que con
ternura resbala sobre el techo, cayendo sin prisa sobre tu cama. No sientes tus pies húmedos, como tampoco sentirás los primeros rayos del
sol que se filtrarán por la rendija en tu ventana. Mañana, cuando vayas a hacer la limpieza,
debes recordar decirle al guardián que le pagarás a fin de mes, porque la
semana pasada, cuando con voz
entrecortada y manos temblorosas le entregaste el boleto ganador al señor
González, este se puso tan contento que
olvidó pagarte los cien pesos.